sábado, 7 de diciembre de 2013

La vida en la plaza de la Igualdad

De Tomás Pérez Vallejo

Hace unos días unas personas irrumpieron en la Universidad de Granada para impedir que el jefe de la oposición, Alfredo Pérez Rubalcaba, pudiese hablar en una conferencia. Este acto ha sido demonizado por todos los medios de comunicación. Los que conocemos las limitaciones que a modo de bozal imponen, tanto la legislación como el periodismo manso, a aquellos que se atreven a ser voces de algo que suene a herético, sabemos que hay que aprovechar cualquier brecha que se pueda abrir para dar a conocer nuestra lucha, y esa conferencia era una perita en dulce para tal fin. Por lo dicho, no voy a ser yo quien critique tales actuaciones, para que por un momento la calle haga oír su voz. He escuchado decir que son unos violentos por usar estos medios de presión, acallando el derecho a la expresión del señor Rubalcaba. Yo les diría a ellos que don PSOE tiene muchos, demasiados medios a su alcance para hacerse oír, pero los subordinados, los lacayos, no tenemos ese espacio y cuando se nos da es para injuriarnos y exhibirnos en el pin pan pun, como modelo de violencia.


Los que no tienen voz malviven de las pensiones de sus padres, miman cada céntimo de su monedero, se prostituyen porque llevan meses en paro y tienen hijos a quienes alimentar y rezan porque el próximo cliente les trate bien, pegan en las farolas anuncios de trabajos de albañilería o peluquería en negro a precio de saldo, y así un largo etcétera.

Vivo en un barrio antes llamado obrero, ahora más bien parado; y en una plaza a la que hace poco cambiaron también el nombre. Los políticos cambian el nombre de las cosas para que queden como estaban, o en muchos casos empeorarlas. El bautismo civil quiso que quedara como Plaza de la Igualdad, ¿igualdad de qué? Si te paras unas hora en ella a tomar el reconfortante sol de invierno podrás ver, jóvenes desahuciados del sistema educativo y laboral, que a modo de autónomos trapichean con drogas a pequeña escala. Niñas-madre que sin alcanzar si quiera la mayoría de edad pasean quizá el único ser que, por ahora, al depender de ella le haya mostrado algo de cariño en su vida. A un abuelo, que seguramente consciente de la herencia de miseria que deja a su nieto, lo entrena a diario durante horas pateando un balón con la esperanza de que salga el día de mañana oro de sus pies. Un niño de apenas nueve años que ha tomado como pupila a una abuela de más de setenta y le enseña a rebuscar tesoros entre la basura. A niños que juegan a romper el mobiliario urbano, y a sus mayores que no les regañan por hacerlo, porque se aferran a una incultura que les hace pensar que por ser público tienen derecho al destrozo. A destrozar esa Plaza de la Igualdad que hicieron los políticos para “demostrar” su preocupación por los barrios, en los que sus habitantes pasan los lunes al sol y llevan una vida-miseria basada en la infrasubvención, no en la dignidad.

En esta España que nos ha tocado vivir, ya se ha transformado paulatinamente la justicia social en caridad, y la vida-miseria se está expandiendo y viéndose institucionalizada, a través incluso de la televisión pública nacional, en la que hay un programa, cómo no, importado de mi Andalucía, en el que las familias van a contar sus penas y la gente les ayuda. Cualquier día es bueno para que el próximo programa televisivo venga ya importado de Venezuela y podamos ver directamente a nuestro líder en un remedo de Aló presidente.

España se transforma y no nos damos cuenta. Soy oyente casi obsesivo de radio, y desde hace poco se están comenzando a multiplicar, algo que no sucedía con anterioridad, publicidad de seguros de salud y de jubilación. Qué coincidencia, justo cuando la nueva ley deja de hacer el incremento de las jubilaciones con respecto al IPC, y bueno del servicio de salud ya ni hablamos.

Imagino que no tardarán mucho tampoco en escucharse anuncios de estudios privados viendo lo visto en el último informe PISA, en el que hay que subrayar un dato que parece ha pasado desapercibido. Los niños de familias de mayor poder adquisitivo obtienen mejores resultados que el resto. Actualmente los estudios no son solo responsabilidad del estudiante, sino algo en lo que están implicados también los padres. Esto puede sonar bien, el problema es cuando esa implicación es la de tener a los padres como profesores auxiliares de los niños en sus tareas diarias. Se mide por el mismo rasero las familias en las que los padres son catedráticos o analfabetos, el que se puede permitir una línea de internet, que el que a duras penas puede darle de comer a los suyos. En definitiva, además de serle más difícil llevar a diario bien los deberes a los niños con escasos medios, se les exigirá a posteriori, si desean continuar sus estudios, una mayor nota para obtener una beca que para aprobar una asignatura. Esto nos condena, en no muchos años, a un sistema de castas. Prácticamente lo único que permitía el ascenso social eran los estudios, nuestros mayores lo sabían muy bien, pero cada vez más personas se verán restringidas a tal ascenso. Mientras, los afortunados, como los diputados que alaban el sistema educativo público, blindan a sus hijos en colegios elitistas, porque el mayor miedo de un Gobierno, elegido o a la sombra, es un pueblo culto. Panem et circenses.

Por estas razones, me niego a censurar a aquellos que quieren hacerse oír frente a sus opresores. Por ello prefiero cerrar con otro latinajo, si vis pacem para bellum, en el buen sentido, entiéndaseme.

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